Ante el tiempo: Historia del arte y anacronismo de las imágenes [Georges Didi-Huberman]
- Fernando Vega
- Apr 22
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Nota preliminar de Antonio Oviedo
Si se trata de establecer los alcances del contenido del libro de Georges Didi-Huberman, el subtítulo de Ante el tiempo puede acaso resumirlos con cierta precisión, siempre y cuando luego se examinen al menos sus desarrollos fundamentales: Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Pese a ser tan escuetos, los ocho términos “abren” (un verbo inseparable de los recorridos teóricos hubermanianos) una multiplicidad de problemas y debates inherentes a la historia del arte, a las relaciones y tironeos de esa historia del arte con los modelos temporales de la historia tout court, a la noción epistemológicamente decisiva de anacronismo y sus nexos con la supervivencia, el síntoma y la imagen, si se admite que esta última, siendo portadora de una memoria, da cabida a un montaje de tiempos heterogéneos y discontinuos que, sin embargo, se conectan y se interpenetran. Pero son dos preguntas formuladas por Didi-Huberman las que introducen las problemáticas más álgidas, planteadas y retomadas, discutidas y cuestionadas a la luz de diferentes matices y enfoques en el curso de Ante el tiempo-, “¿qué relación de la historia con el tiempo nos impone la imagen?” y “¿qué consecuencia tiene esto para la práctica de la historia del arte?”.
Es cierto que Ante el tiempo viene a ser como una continuación, o incluso, dicho con las debidas precauciones, una segunda parte de una obra anterior de Didi-Huberman, Devant l ’image (editada en 1990) [En español: La imagen superviviente]. De todos modos, en uno y en otro, la noción de la imagen adquiere igual prominencia. Su tratamiento, desde ángulos diferentes pero estrechamente conectados a través de sus respectivos caminos de análisis, le otorga un papel central a esa tan recurrente atracción por la imagen, por sus movimientos de inagotables metamorfosis, por el espesor proteico que sacude sus inflexiones, por su aptitud dirigida a proveerse de nuevas formas reacias a dejarse asimilar. A todas ellas Didi-Huberman las ha sabido explorar y cultivar sin pausa: uno de sus últimos libros publicados, Images malgré tout (2003) [Imágenes pese a todo] lo confirma en relación a los hechos atroces de un campo de exterminio captados por cuatro fotografías. Además, no es menos enfática otra afirmación suya —en un reportaje del 23/11/2000, en Libération— acerca del poder ejercido por la imagen, que es capaz de “perturbar y hacer recomenzar el pensamiento en todos los planos”. Lo cual entraña una virtual recomendación según la cual “se pide muy poco a la imagen al reducirla a una apariencia; se le pide demasiado cuando se busca en ella a lo real”.
El objetivo, como asegura Didi-Huberman en Ante el tiempo, consiste en plantear una arqueología de la historia del arte, cuestionando sin eufemismos ni vacilaciones la visión panofskiana de la “historia del arte como disciplina humanista” (antecedida por una tradición teórica que une a Vasari con Kant y con el mismo Panofsky, y que se prolonga hasta el presente tras haberle cerrado el paso a quienes se propusieron “reinventarla”, produciendo lo que se puede llamar su “mutación epistemológica”: Aby Warburg, Walter Benjamin, Carl Einstein. Esta meta focaliza desde luego al “objeto arte” albergado en el nombre mismo de historia del arte. De modo simultáneo, el otro objeto que corresponde examinar es el “objeto historia”. Así, lo que se pone en juego son los modelos o los valores de uso del tiempo en el campo histórico, en la historia del arte, cuyos objetos de investigación y estudio son precisamente las imágenes. El ideal del historiador no consistiría en otra cosa que en interpretar el pasado con las categorías del pasado, evitando cuidadosamente proyectar nuestros conceptos o gustos sobre las realidades del pasado, dado que, de acuerdo a esta posición, la clave para comprender un objeto del pasado se encuentra en el mismo pasado: para comprender los fragmentos de los muros de Fra Angelico habrá que hallar una fuente de época que permita acceder a la actividad pictórica del monje. Bajo esta actitud canónica del historiador, que procura, advierte Didi-Huberman, la concordancia de tiempos, los tiempos eucrónicos o correctos (factuales, contextúales), lo que subyace es lisa y llanamente una expulsión de un tiempo que no es el del pasado sino el de la memoria, que es a la cual, en rigor, el historiador convoca e interpela, y que es también un receptáculo de tiempos heterogéneos, repletos de disparidades que hacen trizas las cronologías. Aquí es donde emerge o irrumpe el anacronismo (una “intrusión” de una época en otra, definido por los surrealistas con la frase: “Julio César muerto por un disparo de Browning”) para romper precisamente “la linealidad del relato histórico”. Su “fermento de irracionalidad” no excluye la muy afianzada posibilidad de convertir al anacronismo (error, bestia negra, vergüenza, pecado imperdonable, herejía: denominaciones todas acuñadas por un gran número de historiadores encabezados en su momento por Lucien Fébvre y Ernst Bloch, a los que más adelante se agregan, entre otros, Georges Duby o J.-P. Vernant, pero a los cuales no corresponde sumar el nombre de Michel de Certeau) en un paradigma de la interrogación histórica, esto es, asevera Didi-Huberman, concederle explícitamente la categoría de aquello que desborda el tiempo pacificado de la narración ordenada. Paralelamente, el anacronismo conlleva un modo temporal susceptible de expresar la exhuberancia, la complejidad, “la sobredeterminación” de las imágenes; de allí que se lo pueda concebir como una necesidad interna a los objetos —las imágenes— de los cuales intentamos, dice Didi- Huberman, “hacer la historia”. Esta historia de las imágenes, agrega, es una historia de objetos “temporalmente impuros”, fracturados, indóciles —cabría decir-, a interpretaciones que sólo buscan suprimir esas “anomalías”. Y la eclosión o surgimiento de este modo temporal se localiza en el pliegue exacto de la relación entre imagen e historia.
Sin desconocer su fecundidad, este conjunto de secuencias rápidamente formuladas tampoco podría omitir que el movimiento que le es propio a las imágenes se manifiesta a través del síntoma, no en tanto concepto clínico o semiológico, sino como expresión de un malestar, de lo que aparece para “interrumpir el curso normal de las cosas” y de lo que en esa aparición sobreviene a destiempo. Por otra parte, el dilema que se plantea para la historia está básicamente asociado al rol desestabilizador del anacronismo: o bien ocultarlo, sellando bajo la historia el tiempo “inverificable” del anacronismo, o abrir el pliegue donde el anacronismo, como se dijo antes, conecta imagen e historia, dejando, propone Didi-Huberman, “florecer la paradoja”.
Dentro de este florecimiento corresponde situar a esos “tres ‘hilos rojos’ teóricos”: Aby Warburg, Walter Benjamin y Carl Einstein, creadores de obras poderosamente innovadoras que Didi-Huberman ha seguido en su libro con justificada admiración y reconocimiento, sin perder de vista, además, la ruptura epistemológica que se atrevieron a producir aun cuando sus efectos y su legibilidad hayan permanecido obturados por largas décadas, si bien sólo muy recientemente han empezado a convocar una exploración escrupulosa y reproblematizada (la del autor de Ante el tiempo, sin ninguna duda) que está a la altura de sus adquisiciones teóricas más intempestivas y novedosas en el ámbito de la historia y del arte. Ellos pusieron la imagen en el centro de su práctica histórica y de su teoría de la historicidad, y construyeron una concepción del tiempo animada por la noción operatoria del anacronismo: tales son las dos facetas descriptas por Didi-Huberman. Ambas dibujan un suelo común que Didi-Huberman comparte mediante una lectura crítica acerca de los tres pensadores alemanes. Si se pronuncia la palabra “confluencias”, cabe aplicarla también a estos tres que, en muy corto tiempo, compartieron un destino tan amargo como trágico, acorde con las drásticas circunstancias de cataclismo y desintegración imperantes en la “Europa criminal” (así la llama con sobradas razones Didi-Huberman) de las tres primeras décadas del siglo XX. Por si fuera poco, la condición de historiadores no académicos y el rechazo que sufrieron por parte de la institución universitaria los colocó en otro suelo igualmente hostil que, sin embargo, no fue suficiente para doblegar sus originales trabajos intelectuales, haciéndolos, por el contrario, más imperiosos y exigentes. Carl Einstein y Walter Benjamin se suicidaron en 1940, mientras que Aby Warburg, desde 1918, se precipitó en la locura que, excepto durante algunos períodos, lo acompañó hasta su muerte en 1929. A propósito de este último, su nombre adquirió relevancia por el célebre Instituto homónimo que funciona actualmente en Londres, constituido, como se sabe, con los 60.000 volúmenes de su biblioteca trasladados clandestinamente en 1933 desde Hamburgo, única manera de evitar que los nazis la incautaran si es que no ocurría algo peor.
Resulta ineludible practicar este pequeño acercamiento (léase: comprobación) hacia el libro de Didi-Huberman: en sus páginas la figura de Walter Benjamin alcanza una más que evidente ubicuidad. Si hay alguien que, desde sus obras, puede ocupar el lugar de un insistente, de un —por qué no— inflexible perturbador del tiempo histórico, es Benjamin, y alrededor de semejante lugar giran sus escritos, sean estos Infancia en Berlín, Sobre algunos temas en Baudelaire, las Tesis sobre filosofía de la historia, Dirección única o el genialmente inconcluso Libro de los Pasajes. Si se toma el ejemplo del primer capítulo, el dedicado a la imagen-matriz, donde Didi-Huberman deslinda con su habitual sagacidad los dos orígenes de la historia del arte (el de Plinio el Viejo y muchos siglos después el de Giorgio Vasari, incluidas sus respectivas versiones e imbricaciones de la semejanza, la belleza o el arte), ese primer capítulo, al culminar, conecta sus demostraciones con el pensamiento benjaminiano acerca de la historia y del origen: este, en relación a la historia del arte, debe entenderse como torbellino capaz de aparecer en todo momento, súbitamente, imparable, haciendo trastabillar o resquebrajando el saber histórico unívoco. La relación con Warburg tuvo un sesgo eminentemente intelectual, aunque sin duda se cuelan en ella otros aspectos contrastantes: Benjamin, con iguales intereses, carecía de medios mientras que al erudito riquísimo su familia lo había liberado de todo esfuerzo para ganarse el sustento; pero uno y otro, aparte de estar aislados, no fueron admitidos por la universidad.
La atracción no positivista de Warburg por los despojos de la historia, su hurgar en los “tiempos perdidos”, en absoluto evolucionistas, que agitan la memoria humana lo volvían un perfecto anacrónico, tanto como lo era, sirva de ocasional ejemplo, el mismo aspecto físico o la gestualidad de Benjamin que, de acuerdo a la evocación de Hannah Arendt, parecía salido del siglo XIX. Fundador de una antropología histórica de las imágenes, la principal categoría creada por Warburg, la supervivencia (Nachleben), a la que Didi-Huberman consagró en L’image survivante (2002) una reflexión insoslayable, concentra el intento de dar cuenta de la compleja temporalidad de las imágenes, de “sus largas duraciones, latencias y síntomas, memorias enterradas y resurgidas, anacronismos y umbrales críticos”, según la enumeración de Didi-Huberman. Por supuesto que los modelos históricos estándar muestran su total limitación para acceder a esa complejidad y Benjamin, por haberlo captado raudamente, comprendió de inmediato que la supervivencia (“pos-vida, o capacidad -dice Didi-Huberman en Art Press N° 277, febrero de 2002-, que tienen las formas de jamás morir completamente y resurgir allí y cuando menos se las espera”) venía a alimentar y corroborar los nuevos modelos temporales a cuya elaboración se hallaba también abocado. La imagen no se reduce a un mero acontecimiento del pasado ni a un bloque de eternidad despojada de las condiciones de ese devenir. Ostenta una temporalidad de doble faz a la que Benjamin denominó “imagen dialéctica” y cuyos correlatos, el anacronismo y el síntoma, son vehículos de paradojas que se complementan o incluso se superponen. Sobre todo cuando en el presente del objeto resurge la duración de un pasado latente, es decir, la noción warburguiana de supervivencia: en el París del siglo XIX del Libro de los Pasajes, Benjamin detecta a Dánae en la cajera de tienda, a las bocas del infierno en las del metro o al mendigo medieval en el clochard. Esta insistencia del anacronismo junto a su disímil temporalidad de imágenes afecta a todos los niveles de la cronología y por consiguiente es menester, según la expresión de Renjamin, “tomar la historia a contrapelo”. Vinculado al anterior enunciado es que hay que leer la aseveración tajante, perentoria de Benjamin, que reza: “la historia del arte no existe”. Estos términos —subraya Didi-Huberman-, apuntan a una reformulación de los problemas y de los términos del sintagma “historia del arte”. Respecto del “arte”, Benjamin anhela acabar con las repetitivas y engañosas oposiciones (iconología/formalismo, análisis técnico/síntesis histórica, etc.). Respecto de la “historia” son las causas, las paternidades o las influencias las que provocan su claro desdén. Así, la historia del arte desemboca en la negación de la temporalidad de su objeto y no contempla la historicidad “específica” que le concierne. No son pocos los lazos que vinculan a Benjamin con el pensa miento de Warburg.
En el marco de esta misma profusión, no se puede omitir el intento -fracasado- de Benjamin por acercarse, a fines de los veinte y con su libro Origen del drama barroco alemán, a Warburg, más exactamente al Instituto, y particularmente a quienes por esa época ya eran sus virtuales herederos, de los cuales Erwin Panofsky era el más indiscutido. Un verdadero punto de inflexión se cifra en lo que fue la inapelable decisión - “cargada de resentimiento”, declara Benjamin- no solamente doctrinaria y estética tomada por Panofsky a fin de no darle el lugar ni la oportunidad a los que aspiraba el autor del libro sobre el barroco alemán. Lo testimonian las cartas (de Benjamin, del poeta Hugo von Hofmannsthal -que actuó de intermediario ante Panofsky-, y de Gershom Scholem -que recibió las confidencias del propio Benjamin), que al mismo tiempo testimonian una suerte de inocultable escisión, acentuada desde 1940, cuando se suicida Benjamin, entre dos concepciones acerca de la historia del arte y de esas “cosas esenciales”, para Benjamin, inherentes a las imágenes. Las antinomias entre la antropología benjaminiana y la iconología panofskiana, entre la alegoría benjaminiana y el símbolo de Panofsky, entre sus respectivas lecturas de Platon y Kant son insolubles y cubren -cabe inferirlo, tal como lo hace Didi-Huberman-, un territorio donde no pueden coexistir los dos a la vez. Para la historia- deducción del modelo epistemológico de Panofsky resultaba intolerable el modelo epistemológico del origen-torbellino (incierto, inaferrable, avasallador) postulado por Benjamin, así como la idea de una porosidad temporal adjudicada, en su libro sobre el barroco alemán, a la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco. Y aunque esta apreciación había sido sustentada por Warburg, es del todo evidente que Panofsky se acercaba cada vez más a desalentarla y a distanciarse de sus incontrolables dislocaciones y riesgos. “Panofsky -escribe Didi-Huberman- comprendió bien que con Benjamin la historia era tomada a contrapelo.”
Este sintagma - “tomar la historia a contrapelo”- apunta de manera casi diáfana a cobijar diversas localizaciones teóricas de la escritura ensayística benjaminiana. Por ello, la tarea de encararlas se renueva al reactualizar sus orientaciones discursivas. La renuncia al modelo del progreso histórico presupone que la historia (como objeto de la disciplina) no es algo fijo ni un elemental proceso sin interrupciones, y que la historia (en tanto disciplina) tampoco es un saber fijo y mucho menos un relato lineal. La actitud del historiador -según Didi-Huberman- deberá radicar en llevar su propio saber a “las discontinuidades y a los anacronismos del tiempo”. Desde este punto de vista, entonces, los hechos del pasado “no son cosas inertes” que se pueden encontrar y a los que luego se relata, por así decirlo, distraídamente. Al contrario, poseen una dialéctica, un movimiento. De ahí que la “revolución copernicana” de la historia habrá sido, para Benjamin, “pasar del punto de vista del pasado como hecho objetivo al del pasado como hecho de memoria”, vale decir, como hecho dotado de movimiento. Lo singular es que se parte no de los hechos pasados en sí mismos sino de ese movimiento que los recuerda. La actualidad del presente es la que prevalece y el historiador, ante la memoria como instancia dinámica, debe actuar como el receptor y el intérprete. Suprimiendo jerarquías entre hechos nimios y hechos relevantes, debe tratar de acceder a la mirada minuciosa del antropólogo, convertirse en un trapero de la memoria, el que recoge deshechos, aun los más humildes y despreciados, colecciona cosas heteróclitas y toda clase de harapos sucios. Indisociable del coleccionista, se halla el niño y su impetuosa práctica dirigida a gestar sin tregua nuevas colecciones. El niño, escribe Benjamin corroborando su razonamiento, “se siente irresistiblemente atraído por los desechos”. En esta actividad del niño, o del trapero, todo es anacronismo porque todo tiene la dimensión de la impureza y es en esta donde perdura o, mejor, sobrevive el pasado. Otra de las definiciones sobre el historiador propuesta por Benjamin considera que aquél es un niño “que juega con jirones del tiempo”. Idéntico sentido se reafirma a través de una observación de Didi-Huberman acerca de la “desesperación sin salida” que él atribuye por igual a los textos de Kafka y de Benjamin. Pero agrega que esta desesperación queda relegada y lo que en realidad campea, al menos en el caso de Benjamin, es el regocijo o, más exactamente, lo festivo. Benjamin, que en toda su obra se ocupa de la historia y del pasado, es portador de una “energía infantil” que remite al juego, a los movimientos que el niño ejecuta al practicarlo. La acción del niño, además de revolver, contar, clasificar caprichosamente los trapos, incluye el dormir sobre ellos y el despertarse tras haber soñado. En esta intersección producida entre el dormir y el despertar —“el instante bifacial del despertar”, propone Didi-Huberman— se erige, para Benjamin, el conocimiento, al cual Freud y [Marcel] Proust contribuyeron a darle la sustentación que el arduo trabajo teórico benjaminiano buscó y finalmente consiguió formular. Según Benjamin, entonces, a lo que emerge de ese instante se lo puede designar como una imagen, que, por otra parte, no imita las cosas sino que traza una línea de fractura o un intervalo entre las cosas. Y esa imagen es dialéctica pues oscila entre la presencia y la representación, entre las mutaciones y las permanencias. Benjamin utiliza el término “fulguración” para abarcar lo visual y lo temporal reunidos en la imagen dialéctica. En la imagen, chocan y se desparraman todos los tiempos con los cuales está hecha la historia. Y ese choque emite una fulguración cuya duración es muy breve pero que hace visible, que ilumina “la auténtica historicidad de las cosas” que acto seguido desaparecen o que dan veladas. El paso siguiente, derivado de las observaciones precedentes, se cumple al ceñir el destello, la fulguración o el relampagueo, como los instantes en que el Ahora y el Otrora (que no son el presente y el pasado), fusionándose, permiten definir a la imagen como “dialéctica en suspenso”.
Mediante esta especie de doble y fugacísimo chisporroteo, Didi-Huberman introduce la imagen-malicia, la imagen que es la malicia en la historia. La malicia del tiempo en la historia aparece, se muestra y vertiginosamente se dispersa, sus mani festaciones se disuelven, o mejor: se desmontan, del mismo que se desmontan o desarman las piezas de un reloj, según el ejemplo de Didi-Huberman. Sin embargo, previo al desmontaje existe el montaje, y uno y otro son términos asumidos por Benjamin para referirse al conocimiento y al método que la operación histórica emplea para efectuarse. Los desechos -viene a decir Benjamin— son remontados por el historiador, pues esos deshechos pueden desmontar la historia y montar las discontinuidades, los tiempos heterogéneos que congregan supervivencias, anacronismos, síntomas, latencias, etc. Para la perspectiva del historiador, la imagen-malicia queda certeramente expuesta a través de una paradoja en virtud de la cual la “fuente del pecado” (anacronismo, contenidos fantasmáticos, inabarcables diseminaciones) conviven con la “fuente del conocimiento” (desmontaje de la historia y montaje de su historicidad). Pero esta imagen-malicia queda también canalizada por una “doble inflexión” en la cual las cosas se desmontan por el síntoma, repleto de insidias, turbia irracionalidad y malestar, y por el saber, el conocimiento, cuyos procedimientos en todo caso transitan por senderos distintos.
Con la actividad lúdica de los niños, Didi-Huberman marca otra forma o “paradigma” de malicia que adquiere no poca importancia debido a que tanto las situaciones tumultuosas, de comicidad concatenada y creciente como los artefactos —juguetes— que las sostienen e impulsan cada vez más intensamente, conforman un dominio al que algunos textos de Freud (sobre el síntoma en relación al mal), de Proust, de [Charles] Baudelaire, supieron visitar y captar con perspicacia.
Pero es sobre todo en un texto de este último, titulado “Moral del juguete”, donde Benjamin leyó nexos y proximidades con sus teorías. “Poderes dialécticos”, de eso se trata, del juguete: una mezcla incesante de elementos contrapuestos en los que Baudelaire discierne tanto la “primera iniciación del niño en el arte” como una instancia de conocimiento. En Benjamin, este fenómeno originario conlleva una imagen dialéctica que abarca lo “inanimado” del objeto y la “animación” de la práctica del juego. El siguiente paso incumbe a una doble temporalidad trasuntada en la “destrucción” (sacudir, arrojar, golpear el juguete) y el “conocimiento” (averiguar cuál es el mecanismo, de un reloj, por ejemplo). Paralelamente, Baudelaire no descuida en su texto lo que llama el “juguete científico”, sea este estereoscopio, fenakisticopio, telescopio o bien caleidoscopio. No se ignora el papel central que estos juguetes alcanzaron en el descubrimiento de la fotografía y el cine. Benjamin, en particular, hallaba en el caleidoscopio -como destaca Didi-Huberman- configuraciones visuales siempre “entrecortadas”, pues al sacudir el aparato aparecen nuevas formas constituidas a partir de la diseminación que se desencadenó. Al mismo tiempo, las formas visibles que despiertan la atracción provienen de los trozos de telas deshilachadas, baratijas de vidrio trituradas, pequeñas conchillas, plumas rotas, polvo, etc. El material de esta imagen dialéctica surgida en el caleidoscopio está hecha de restos dispersos: la importancia teórica del caleidoscopio debe valorarse —según Didi-Huberman- en relación al historiador como trapero. Una cita del Libro de los Pasajes dedicada a la pintura de la modernidad es muy elocuente en este aspecto: “Crear la historia con los mismos detritus de la historia”. Para esta “caja de malicias” (colmada de formas caprichosas, imprevisibles, díscolas, titilantes, incongruentes más allá de cualquier explicación, al igual que el juego no menos desafiantemente arbitrario y errático de los niños), Benjamin encontró otras tantas prolongaciones con similares registros en los grabados de Grandville (con su mundo de flores y vegetales traspuestos a los objetos de la higiene burguesa del siglo XIX), en las fotografías amplificadas de plantas de Karl Blossfeldt o en el rompecabezas chino.
![Del libro "Las flores animadas - Grandville [1847]](https://static.wixstatic.com/media/8a8fa4_62494d58763c4948bef720e19c97a01f~mv2.png/v1/fill/w_818,h_1260,al_c,q_90,enc_avif,quality_auto/8a8fa4_62494d58763c4948bef720e19c97a01f~mv2.png)


Didi-Huberman estudia no menos exhaustivamente otra imagen en su libro Ante el tiempo: la imagen-aura. Si en rigor carece de localización muy precisa en el opus benjaminiano, la noción de aura tiene una formulación más concreta en un ensayo breve de Benjamin que lleva como título La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica., y es esta época la que, en el marco de la producción de objetos artísticos, provocó la desaparición o la decadencia del aura. La aclaración de Didi-Huberman respecto del término “decadencia” en Benjamin es la de que su acepción debe recoger “un rodeo hacia abajo”, “una inclinación”, “una desviación,”una inflexión nueva”. No literalmente pero sí “auráticamente” (en virtud de las cuatro suposiciones que expone Didi-Huberman: del objeto, del tiempo, del lugar y del sujeto), esa “inflexión nueva” remite al modo por el cual se busca comprender, en un cuadro del pintor norteamericano Barnett Newman, la cuestión del aura.

Ese cuadro recibió el extraño título de Onement I. Y Onement I es el objeto del estudio que lleva a cabo Didi-Huberman: un estudio no del aura en la obra de Walter Benjamin sino de una obra plástica -de Barnett Newman- que propone una definición benjaminiana del aura. Por ello quizás Didi-Huberman insiste en decir que hay “algo que la obra de Newman nos enseña más allá incluso de lo que Benjamin podía decir”. No falta, ni aquí ni en otras zonas de su libro, lo que es el sesgo —también el acontecer— del pensamiento ensayístico de Didi-Huberman, el cual procura retomar desarrollos u observaciones efectuadas con antelación a fin de reafirmarlas me diante nuevas precisiones que no necesariamente responden al punto de vista ya empleado. Con la figura de Cari Einstein ocurre algo así. La imagen dialéctica (que se halla atravesada por recurrentes incursiones benjaminianas), por ejemplo, en cuentra en el curso de la obra einsteniana las vías para que pueda circular convincentemente. La definición que expresó Clara Malraux acerca de Cari Einstein es, aparte de magnífica, muy certera: “el hombre de todos los nuevos acercamientos”. Quizás en esta vocación por lo nuevo haya una explicación para una obra a la que se califica de inactual. Ni cuando se publicó ni más recientemente sus textos han salido de una ilegibilidad tenaz. Tanto de su escritura como de su pensamiento emana un fulgor que llega a ser -dice Didi-Huberman- sofocante. Parafraseando a Nietzsche, corresponde decir —según Didi-Huberman- que es un historiador del arte que historiza a golpes de martillo, que los movimientos críticos de sus frases a menudo trasladan borbotones de razonamientos vehementes, paradojas y retruécanos que acentúan una voluntad de abrir, de escarbar con denuedo la superficie de lo dado. Emigra en 1928 y se instala en París, donde participa en la revista Documents, activamente y en pie de igualdad con Georges Bataille y Michel Leiris. Antes de salir de Alemania, con su teoría del arte ya enfrentaba a Wolfflin, Alois Riegl, Worringer; los conceptos que utilizaba provenían de los aforismos de un Konrad Fiedler y de los escritos epistemológicos de Ernst Mach, ambos obsoletos antes de haber sido estudiados. La historia del arte anglosajona, “triunfalmente orientada hacia la iconología panofskiana y la historia social del arte, contribuyó -afirma Didi-Huberman— a tejer la trama de un olvido que fue también un acto de censura hacia un “historiador inadmisible”. Releer hoy a Carl Einstein es encontrar, lejos de las domesticaciones académicas, algo que se asemeja a una parte maldita de la historia del arte, en cuyos avatares el historiador debe ser capaz de incorporar sus propios cuestionamientos, las amenazas y riesgos que lo perturban e inquietan. El “pensamiento multifocal” einsteiniano desbordó los límites de la historia del arte y criticó el satisfecho inmovilismo que la legitimaba dentro de un saber disciplinario específico y cerrado. Su libro sobre Georges Braque con el mismo título, sus estudios sobre el cubismo y sobre el arte africano (Negerplastik), e incluso su novela Bebuquin, consideran que las obras de arte deben tener un ímpetu de excepcionalidad y traducir estados extremos que el criterio de la belleza o de lo bello —“una burocracia de las emociones”, según sus palabras— sólo consiguen apaciguar ya que “castran cobardemente las fuerzas peligrosas de la visión”. Para Einstein cuestionar el objeto de la historia del arte presupone cuestionar sin rodeos el modelo de temporalidad que la anima. Se trata, entonces, de practicar una historia del arte contra una cierta concepción de la historia, contra el modelo “positivista, evolucionista y teleológico” que sostiene el análisis histórico de las imágenes. Frente a dicho modelo, Cari Einstein erige una comprensión “genealógica” que pueda interrogarse sobre las condiciones de engendramiento de las obras y con igual énfasis sobre el ritmo agonístico de sus destrucciones, de sus supervivencias, anacronismos, retrocesos y revoluciones. Todo ello con el propósito de no rehuir la exuberante complejidad de los objetos artísticos, la exuberante complejidad del tiempo “que esos objetos producen y del cual son los productos”. La máxima exigencia de esta obra de Cari Einstein impidió que sus resultados tuvieran culminación, pero esa exigencia se mantiene, desde su actualidad, con una urgencia absolutamente plena. En su libro sobre la escultura africana (Negerplastik) arremete contra la etnografía positivista, que niega la existencia de un arte africano en dos niveles: niega la existencia de esos objetos llamados fetiches como obras, y que esas formas tengan historicidad. El ademán teórico efectuado por Cari Einstein adquirirá toda la fuerza de un trastocamiento por el cual se reconocerá que arte e historia tienen cabida en la producción escultural africana. Esta decisión, como lo advierte Didi-Huberman, choca contra una serie de obstáculos en apariencia insalvables alzados por el discurso occidental: allí no existe historia fechada, los artistas no firman sus objetos, la escultura es realizada en el marco de sociedades secretas, hay estilos diferentes que provienen de una misma región o las formas no progresan de lo más simple a lo más complejo. Lo que Einstein postula entonces es cambiar los modelos epistemológicos de lo que se entiende por historia y los modelos estéticos relacionados con el arte. “La escultura africana —aclara Didi-Huberman— va a surgir no del campo de conocimiento donde ella estaba capturada sino de un valor de uso muy particular en el que el arte moderno, el cubismo”, se atreve a utilizarla, transformándola, desplazándola. Esta operación teórica es lo que ejecuta Einstein y es la que también va a aflorar de manera constante —constantemente resignificada- en los escritos suyos posteriores a 1915, cuando Negerplastik es publicado por primera vez. La contigüidad de este trabajo de especulación teórica con la imagen dialéctica benjaminiana es indiscutible. Una teoría de la experiencia visual tiene en la anterior elaboración un punto de partida luego encauzado, cada vez más definida- mente, en su Arte del siglo XX, en el Georges Braque y en la descollante participación con sus textos en la revista Documents al lado de esos pensadores “energúmenos” (como Didi- Huberman llama también a Einstein) que fueron Bataille y Leiris. La teoría de la experiencia visual se identifica, siguiendo el desarrollo de Didi-Huberman, con una descomposición de la forma, o más exactamente, una destrucción de la forma reflejada en el siguiente precepto einsteiniano: “Toda forma precisa es un asesinato de otras versiones”. Dicha descomposición o destrucción tendrá en el cubismo “la dignidad de un método irreversible”: deviene síntoma global de una civilización que puso el espacio, el tiempo y el sujeto “patas para arriba”. Para Carl Einstein la alucinación no se separa más de lo real sino que lo crea. Lo hace a través de una violencia operatoria de la forma, que a su vez perturba el pensa miento del sujeto. El cubismo viene a ser un cuestionamiento radical de la sustancia donde objetos y humanos se habían visto fijados por la metafísica clásica. Hace añicos el sujeto estable y liquida la estúpida actitud antropocéntrica. Su actitud es antihumanista, no por atracción hacia las formas puras o no humanas sino por gestar una nueva posición del sujeto. El cuadro cubista no tiene que “representar” sino que “ser” o “trabajar”, un trabajo que se realiza en la incesante dialéctica de una descomposición fecunda y de una producción que jamás descansa. Las imágenes, para Einstein, son focos de energía y de intersecciones de experiencias decisivas. El verdadero sentido de las obras de arte, agrega, proviene de “la fuerza insurreccional que ellas encierran”. Por último, la historia del arte no debe perder de vista la intensa y dramática complejidad de las obras de arte. Semejante complejidad aloja procesos destructivos y agonísticos que hacen de toda experiencia visual un verdadero combate. Muy cerca de todo este hervidero de virulencias y desorden Cari Einstein coloca una historia del arte capaz de hacer jugar o trabajar la imagen “a la vista de conceptos insospechados, a la vista de lógicas insólitas”. Georges Didi-Huberman recorre con esdarecedores análisis esta y otras tentativas a través de los capítulos de Ante el tiempo, forjados siguiendo unas vías heurísticas sin duda rigurosas y sutiles, nunca definitivas pues siempre vuelven a repensar sus hallazgos.
Antonio Oviedo
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