Remedios Varo - Encuentro - 1959
La condición de la poesía pasa siempre por la reinvención de toda escritura; la reinvención de un cuerpo y de unos gestos desplegándose al viento cual velas de un navío hecho todo de tiempo: duración en el sin fin de las ondulaciones, de las mareas.
La poesía verdadera canta el indecible declinar de la existencia hacia la muerte: toda alegría, toda angustia, todo terror, todo anhelo o desamor se disipa, gana su paz en la poesía.
La verdadera poesía narra el salto que el poeta realiza en un impasible vacío de inquietudes e incertidumbres mientras intenta al mismo tiempo, dibujar el rostro de lo perecedero.
El poeta usa todo su cuerpo cuando escribe: toda su memoria, su sentir más verdadero; el poeta sabe intuir del rio los cantos, de la montaña los ecos. El poeta deja hablar al sin fin y al basto espiritu del todo, cediendo su propia voz a la de las musas: memoria del mundo es su aliento, su espíritu la prueba más honda de todo presentimiento.
La poesía es la intensidad, el vigor del instante; la intuición de algo sagrado en cada reflejo del mundo: hacerse en un ensueño a la eternidad de un dios.
La imagen poética trata de atrapar lo apenas tenue: lo vivo y lo fluído: este vértigo que anida al interior del espíritu; viste y transforma el ánima en aquello que jamás podrá ser: pájaro, estrella, nube, amanecer; la escritura es y será siempre un peregrinaje: océano, vuelo, abismo, eternidad, vacio, inmortalidad, olvido, retorno, renacer: Ítaca.
Octavio Paz
México
Olvido
[Libertad bajo palabra - III Semillas para un himno - 1935/57]
Cierra los ojos y a obscuras piérdete
bajo el follaje rojo de tus párpados.
Húndete en esas espirales
del sonido que zumba y cae
y suena allá, remoto,
hacia el sitio del tímpano,
como una catarata ensordecida.
Hunde tu ser a obscuras,
anégate en tu piel,
y más, en tus entrañas;
que te deslumbre y ciegue
el hueso, lívida centella,
y entre simas y golfos de tiniebla
abra su azul penacho al fuego fatuo.
En esa sombra líquida del sueño
moja tu desnudez;
abandona tu forma, espuma
que no sabe quien dejó en la orilla;
piérdete en ti, infinita,
en tu infinito ser,
mar que se pierde en otro mar:
olvídate y olvídame.
Arcos
[Libertad bajo palabra - Asueto - 1947]
¿Quién canta en las orillas del papel?
Inclinado, de pechos sobre el río
de imágenes, me veo, lento y solo,
de mí mismo alejarme: letras puras,
constelación de signos, incisiones
en la carne del tiempo, ¡oh escritura,
raya en el agua!
Voy entre verdores
enlazados, voy entre transparencias,
río que se desliza y no transcurre;
me alejo de mí mismo, me detengo
sin detenerme en una orilla y sigo,
río abajo, entre arcos de enlazadas
imágenes, el río pensativo.
Sigo, me espero allá, voy a mi encuentro,
río feliz que enlaza y desenlaza
un momento de sol entre dos álamos,
en la pulida piedra se demora,
y se desprende de sí mismo y sigue,
río abajo, al encuentro de sí mismo.
Epitafio para un poeta
[Libertad bajo palabra - Condición de nube - 1944]
Quiso cantar, cantar
para olvidar
su vida verdadera de mentiras
y recordar
su mentirosa vida de verdades.
Destino de poeta
[Libertad bajo palabra - Condición de nube - 1944]
¿Palabras? Sí, de aire,
y en el aire perdidas.
Déjame que me pierda entre palabras,
déjame ser el aire en unos lábios,
un soplo vagabundo sin contornos
que el aire desvanece.
También la luz en sí misma se pierde.
1. Octavio Paz - Wikipedia
2. Octavio Paz - Experiencia poética 1
3. Octavio Paz - Experiencia poética 2
Luis Vidales
Colombia
El gato
(1925)
El gato se acomoda
en el hueco del sueño.
Lo miro con tristeza
porque dormirse
es lo mismo que perder un mundo.
Indolente
estila posturas dentro de su forma
como esculpiendo
fugitivas figuras
de gatos.
Oigo el tardo
envolver el ovillo de su música.
Y esto he comprendido.
A la hora en que los gatos duermen
-- afuera -- en los tejados
andan las sombras solas.
Gatos negros
que caen de la luna.
Espejos
En el rompecabezas de la noche
hay sensación de árboles
y de calles fluídas
signos
de la eterna fuga del planeta.
Calles angostas las del cielo
llenas de dengues y rincones.
Las estrellas
son farolitos
colgados a la puerta de las casas.
Y sí la luna alumbra
es porque le da su reflejo
el vitral de una ventana.
LAs noches están bocabajo.
Y vuelve el día
que es cóncavo
y que nos copia como un espejo
¡Ay! que acaso nosotros
no somos otra cosa
que refracciones de otros mundos
vistas en el espejo del día.
José Juan Tablada
México
Nocturno alterno
Neoyorquina noche dorada
Fríos muros de cal moruna
Rector’s champaña fox-trot
Casas mudas y fuertes rejas
Y volviendo la mirada
Sobre las silenciosas tejas
El alma petrificada
Los gatos blancos de la luna
Como la mujer de Loth
Y sin embargo
es una
misma
en New York
y en Bogotá
LA LUNA..!
Los sapos
[Un día... Poemas sintéticos - 1919]
Trozos de barro,
Por la senda en penumbra
Saltan los sapos.
Las cigarras
[Un día... Poemas sintéticos - 1919]
Las cigarras agitan
Sus menudas sonajas
Llenas de piedrecitas...
El murciélago
[Un día... Poemas sintéticos - 1919]
¿Los vuelos de la golondrina
Ensaya en la sombra el murciélago
Para luego volar de día...?
Los gansos
[Un día... Poemas sintéticos - 1919]
Por nada los gansos
Tocan alarma
En sus trompetas de barro.
Fernando Gonzalez Ochoa
Colombia
El hermafrodita dormido [Fragmento - 1933]
Introducción
I
¿Quién es Lucas de Ochoa en los días en que saca en limpio sus aventuras italianas? Cada rato sale a la ventana del Consulado, donde trabaja, mira para el cielo y llama a Dios. También cuando sale de paseo con los hijos mira para el cielo, como las aves de presa cuando se asolean en los tejados. Tiene una gran seguridad de que somos hechura y de que podemos recibir energía. La cuestión es ponerse en relación con ella. Casi todos cortan la corriente y se arrugan como pasas. Se siente vivir en comunicación con todo lo creado. «Hasta allá —dice—, hasta el sol más lejano está unido a mí». Muchas veces despierta durante la noche y siente la solidaridad con las estrellas, siente que el sol está calentando el otro hemisferio y ve a la tierra que va por su camino, tan bella.
Se entra a los templos y se está durante horas parado contra una columna, porque afirma que tiene relaciones con Dios. ¿Quién es Dios? Contesta que la esencia, lo que no es hecho. Que Dios no es formal. Dice que tiene algunas cosas como ayuda para sus relaciones con Dios: por ejemplo, los rayos del sol que entran por las ventanas de las iglesias y que se materializan en los corpúsculos del polvillo ambiente; el sol, al cual mira de reojo, mientras respira lenta y profundamente; la luna silenciosa y las estrellas multicolores. También durante la noche se acurruca en su lecho y grita interiormente: «¡Cógeme, llévame lejos, a otros planos emotivos! ¡Cárgame, madre mía! ¡Yo soy hechura!».
II
Vive en Francia. Está canoso y hace dos años que cada mes pesa menos. Se está consumiendo, porque el fin de la vida es luchar para hacerse consciente. Últimamente se airó con una señora anciana, su amiga, y la insultó. A la hora comprendió que la voluntad violenta vuelve como puñal contra el airado. Comprendió que había ascendido, pues le es imposible airarse y maltratar a los seres. Sintió la solidaridad de toda la creación. En todos los ojos se ve al espíritu; cuando se ha llegado a ese plano de existencia, no se puede ofender a ninguno, ni a quien nos ofende. Nadie es malo, nadie, ni la niña que asesinó a su padre; hay gente que aún no ve, pero en todos los ojos está el espíritu. Además, no podrá aparecer el sucesor del hombre sino cuando haya desaparecido toda ceguedad. Mientras haya uno solo atrás, no podremos pasar el río que nos separa de la tierra prometida.
III
Después de airarse y de arrepentirse, durante días salía al sol y entraba a las iglesias, pensando:
Cada día me consumo. No debo quejarme de estas experiencias, porque ellas me hacen doctor. El fin de la vida es llegar a la muerte con el cuerpo consumido por la jornada y el alma como luna llena que se asoma.
Le pregunté cómo oraba en los templos. Dijo que apaciguaba la mente, hacía el vacío interior y recibía energía y órdenes. Que el espíritu comienza a hablar sin voces apenas uno lo pide y está listo. Que a Jonás no le dieron ninguna orden con voces de sargento, sino que la conciencia le ordenó; la ballena es símbolo, lo mismo la tempestad. Cuando se ha oído la conciencia y no se obedece, se camina por las tinieblas. Que la conciencia le ordenaba quedarse en Colombia en 1931 y que se vino.
Apenas lo sacaron de Italia, entre dos policías secretos, llegó enfermo a París y luego a Marsella, en donde estuvo agonizando de peritonitis. De la agonía no recuerda sino que tenía ansia infinita de beber agua de los Andes, de una fuente maravillosa que nace en «Las Palmas», cerca de Medellín.
Luego se estuvo durante un año convaleciente y escribiendo constantemente: Tengo una gana loca de ser bueno. Es decir, de comprender más cosas, de apropiárselas, de trascender más y más la apariencia.
IV
Pero afirma que deviene consciente, reaccionando. Por eso no reniega de sus locuras pasionales en cuanto lecciones. Rameras, odios, hábitos desordenados…, en fin, dice que en el retrete invoca a Dios para que lo saque de la carne, pero espíritu maduro, como estrella que aparece en las cimas de los Andes.
Reacciona demasiado fuertemente y luego se enerva. Oscilaciones terribles de inervamiento tenso y depresiones. De ahí que sus juicios sean tajantes, y que luego se contradiga, para terminar por irse para un templo a buscar a Dios y decirle que lo saque de las apariencias. Por eso se burla de su persona y sostiene que el valor de sus escritos está en que son la relación de sus luchas, no en la verdad, la que no se halla nunca en palabra de hombre. Esta es, a lo sumo, manifestación de una conciencia que deviene. La verdad es muda, no sufre adjetivos, ni nombres; únicamente un verbo: Ser. La apariencia Existe, es decir, es manifestación.
El lector de este libro debe tener presente lo anterior al leer juicios sobre naciones y hombres, de los cuales ahora se ha desprendido Lucas Ochoa como de vestidos. Los juicios, afirma, son como el rastro que deja la babosa en el sembrado de lechugas.
Pero es fácil entender a nuestro hombre cogiendo al acaso una de sus libretas de bolsillo del año 1933, vivido en Francia. Hojeándola al azar, se ven, pegados a las páginas, multitud de tiquetes de la Sociedad francesa de básculas automáticas, y otros de la Sociedad de fotografías balanzas automáticas. En los primeros está únicamente el peso, con la fecha, mientras que en los segundos se halla también el retrato. En ambos vemos que el peso de Ochoa ha descendido en tres meses a 56 kilos, subido a 60 y vuelto a 57.
Uno de tales retratos, en el que parece que se hubiera vuelto todo cabeza, tiene esta leyenda alrededor:
«Agosto, 7, 1933. — El 4 de agosto enterré al pie del árbol del jardín un papelito con la promesa de no enojarme durante un mes. Los hijos y la mujer me rogaban cambiar lo de no fumar por no enojarme, y resolví sostener el no fumar y agregarle la ecuanimidad».
En agosto, 20, 1933, hay una nota que reza:
«Me parece que la tierra fecunda mis propósitos. ¿Acaso no somos hijos de la tierra? Así como a las plantas, y éstas a nosotros, así a mis propósitos. Hay mucho hálito divino en la tierra. Hoy enterré un papel con la promesa de no emitir juicio en dos semanas».
Por ejemplo, en la siguiente nota vamos a coger vivo a nuestro hombre. Ama a Francia mucho; la cree el lugar en donde hay más razonables y equilibrados, y, sin embargo, en julio, 10, en la libreta, alrededor de uno de los retratos, hay esta leyenda:
«Julio, 10, 1933. — Retrato de un hombre que está más triste que la tristeza. Hace cinco días que no fumo, pero estoy hecho un alma de asesino. Odio a Francia porque hay muchas rameras. Odio a Francia, exportadora de rameras. Odio a Francia, porque me ha hecho nacer el disgusto por todo: parricidios, infanticidios, estupros, avaricia, moho de la moneda sueldo».
Un espíritu presa de la carne pasional, loco entre la carne. Al lado de otro retrato se lee:
«Parezco un futuro guillotinado. ¡Qué abismo de dolor en este rostro! Pienso en lo odiosa que es mi vida de Europa. ¡Dejar mi tierra ancha e inocente por este hormiguero humano!».
«Julio, 11, 1933. — Estoy en el séptimo infierno y no sé por dónde salir. La vida me presenta su cara de los mil horrores. ¿Qué hice? ¿Quién me suelta su veneno?
Si esto no se compone pronto, pronto, moriré.
Casi estoy seguro de un cáncer».
Jorge Luis Borges
Argentina
Vanilocuencia
[Fervor de Buenos Aires - 1923]
La ciudad está en mí como un poema
que no he logrado detener en palabras.
A un lado hay la excepción de algunos versos;
al otro, arrinconándolos,
la vida se adelanta sobre el tiempo,
como terror
que usurpa toda el alma.
Siempre hay otros ocasos, otra gloria;
yo siento la fatiga del espejo
que no descansa en una imagen sola.
¿Para qué esta porfía
de clavar con dolor un claro verso
de pie como una lanza sobre el tiempo
si mi calle, mi casa,
desdeñosas de plácemes verbales,
me gritarán su novedad mañana?
Nuevas
como una boca no besada.
Sábados
[Fervor de Buenos Aires - 1923]
a C.G.
Afuera hay un ocaso, alhaja oscura
engastada en el tiempo,
y una honda ciudad ciega
de hombres que no te vieron.
La tarde calla o canta.
Alguien descrucifica los anhelos
clavados en el piano.
Siempre, la multitud de tu hermosura.
***
A despecho de tu desamor
tu hermosura
prodiga su milagro por el tiempo.
Está en ti la ventura
como la primavera en la hoja nueva.
Ya casi no soy nadie, soy tan solo ese anhelo
que se pierde en la tarde.
En ti está la delicia
como está la crueldad en las espadas.
***
Agravando la reja esta noche
en la sala severa
se buscan como ciegos nuestras dos soledades.
Sobrevive a la tarde
la blancura gloriosa de tu carne.
En nuestro amor hay una pena
que se parece al alma.
***
Tú
que ayer solo eras toda la hermosura
eres también todo el amor, ahora.
Las calles
[Fervor de Buenos Aires - 1923]
Las calles de Buenos Aires
ya son mi entraña.
No las ávidas calles,
incómodas de turba y ajetreo,
sino las calles desganadas del barrio,
casi invisibles de habituales,
enternecidas de penumbra y de ocaso
y aquellas más afuera
ajenas de árboles piadosos
donde austeras casitas apenas se aventuran,
abrumadas por inmortales distancias,
a perderse en la honda visión
de cielo y llanura.
Son para el solitario una promesa
porque millares de almas singulares las pueblan,
únicas ante Dios y en el tiempo
y sin duda preciosas.
Hacia el Oeste, el Norte y el Sur
se han desplegado -y son también la patria- las calles;
ojalá en los versos que trazo
estén esas banderas.
Afterglow
[Fervor de Buenos Aires - 1923]
Misterio y melancolía de una calle - Giorgio De Chirico - 1914
Siempre es conmovedor el ocaso
por indigente o charro que sea,
pero más conmovedor todavía
es aquel brillo desesperado y final
que herrumbra la llanura
cuando el sol último de ha hundido.
Nos duele sostener esa luz tirante y distinta,
esa alucinación que impone el espacio
el unánime miedo de la sombra
y que cesa de golpe
cuando notamos su falsía,
como cesan los sueños
cuando sabemos que soñamos.
Amanecer
[Fervor de Buenos Aires - 1923]
En la honda noche universal
que apensa contradicen los faroles
una racha perdida
ha ofendido las calles taciturnas
como presentimiento tembloroso
del amanecer horrible que ronda
los arrabales desmantelados del mundo.
Curioso de la sombra
y acobardado por la amenaza del alba
reviví la tremenda conjetura
de Schopenhauer y de Berkeley
que declara que el mundo
es una actividad de la mente,
un sueño de las almas,
sin base ni propósito ni volumen.
Y ya que las ideas
no son eternas como el mármol
sino inmortales como un bosque o un río,
la doctrina anterior
asumió otra forma en el alba
y la superstición de esa hora
cuando la luz como una enredadera
va a implicar las paredes de la sombra,
doblegó mi razón
y trazó el capricho siguiente:
si están ajenas de sustancia las cosas
y si esta numerosa Buenos Aires
no es más que un sueño
que erigen en compartida magia las almas,
hay un instante
en que peligra desaforadamente su ser
y es el instante estremecido del alba,
cuando son pocos los que sueñan el mundo
y sólo algunos trasnochadores conservan,
cenicienta y apenas bosquejada,
la imagen de las calles
que definirán después con los otros.
¡Hora en que el sueño pertinaz de la vida
corre peligro de quebranto
hora en que le sería fácil a Dios
matar del todo Su obra!
Pero de nuevo el mundo se ha salvado.
La luz discurre inventando sucios colores
y con algún remordimiento
de mi complicidad en el resurgimiento del día
solicito mi casa,
atónita y glacial en la luz blanca,
mientras un pájaro de tiene mi silencio
y la noche gastada
se ha quedado en los ojos de los ciegos.
Julio Cortázar
Argentina
Casa tomada
[Bestiario - 1951]
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales), guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia. Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura, pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes que fuese demasiado tarde. Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina. Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pulóver está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso. Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y en los pianos. Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad. Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene: —Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo. Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados. —¿Estás seguro? Asentí. —Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado. Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco. Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza. —No está aquí. Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa. Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina para ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre. Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía: —Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol? Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar. (Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios. Aparte de eso, todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en voz alta, me desvelaba en seguida.) Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo, casi al lado nuestro. No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada. —Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo. —¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente. —No, nada. Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora. Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
Carta a una señorita en París
[Bestiario - 1951]
Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros ( de un lado en español, del otro en francés e inglés ), allí los almohadones verdes; en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos como un bando de gorriones. Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua conveniencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra cosa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve. Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a su mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose. Cuando siento que voy a vomitar un conejito, me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejito de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas. Entre el primero y el segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota de ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubiera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta. Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta. Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aunque yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un paquete sumándose a los desechos.) Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas...¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a lavanda, en el fondo de un pozo tibio. Sara no vió nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión "por ejemplo". Apenas pude me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión. Comprendía que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris. Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad. De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.) Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza. Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol. Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López. No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así. Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen. ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! ¡Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión. Y cuando regreso y subo en el ascensor -ese tramo, entre el primero y segundo piso- me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad. Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas). A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración de la alfombra, y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas. Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso. Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora- En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan. Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante; alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afiliarse los dientes- no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos. He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe Sara. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que será trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.
Fernando Pessoa
Portugal
Heterónimos
Ricardo Reis
ODAS I
XX
Crees, ignaro, que cumples, apretando
tus infecundos, trabajosos días
en atados de leña,
sin ilusión, la vida.
Peso es sólo tu leña, que acarreas
donde un fuego no habrá que te conforte,
ni tal carga a los hombros
sufrirán nuestras sombras.
No huelgas, por holgar. Si legas algo,
antes legues ejemplo que riquezas.
Corta basta la vida,
nada dura.
Poco usamos lo poco que tenemos.
La obra nos cansa, el oro nunca es nuestro.
De nosotros la fama
ríe; no la veremos
cuando, al fin acabados por las parcas,
seamos bultos solemnes de aire antiguo,
sombras ya sólo
ante el fatal encuentro.
El barco oscuro en el soturno río,
los nueve abrazos de la Estigia helada
y el regazo insaciable
de la plutonia patria.
ODAS II
1
Maestro, son plácidas t
odas las horas
que aquí perdemos
si es que, al perderlas,
como en un jarro,
ponemos flores.
No hay ni tristezas
ni alegrías
en nuestra vida,
Así, aprendamos,
sabios incautos,
a no vivirla,
sino pasarla,
tranquilos, calmos,
teniendo al niño
como maestro
y de Natura
los ojos llenos.
Del río o la vía
siempre a la orilla,
según el caso,
siempre en el mismo
leve descanso
de estar viviendo.
Calladamente
el tiempo pasa.
Envejecemos.
Casi gustosos
sentir sepamos
nuestro ir pasando.
De nada sirve
hacer un gesto.
No se resiste
al dios impío
que a sus hijos
devora siempre.
Cojamos flores.
Mojemos leves
ya nuestras manos
en calmos ríos,
para ir tomando
de ellos su calma.
Cual girasoles
que al sol se vuelven,
nos marcharemos
sin que nos pese
de haber vivido
remordimiento.
12 - 06 - 1914
Álvaro de Campos
T r e s s o n e t o s
I
[A Raúl de Campos]
No me consigo ver cuando me miro.
Tengo tanta manía de sentir
que me extravío a veces, al salir
de aquellas sensaciones que recibo.
Este aire que bebo, que respiro,
pertenece a mi modo de existir,
y nunca sé cómo he de concluir
la sensación que a mi pesar concibo.
Ni nunca, propiamente, reparé
si siento lo que siento cual lo veo.
¿Seré como parezco en mí? ¿Seré
como me creo verdaderamente?
Hasta en la sensación soy algo ateo,
y no sé si soy yo quien en mí siente.
[...]
Llueve mucho, llueve con exceso...
llueve y de vez en cuando hace un viento frío...
y estoy triste, muy triste, cual si yo fuera el día.
Uno de mi futuro que también llueva así
y yo, en la ventana, de repente me acuerde del día de hoy,
pensaré «en ese tiempo era yo más feliz»
o pensaré «¡ah, qué tiempo de tristeza fue aquél!».
Ah, Dios, ¿qué pensaré de este día ese día,
qué seré y de qué forma; qué me será el pasado que hoy es sólo
presente?...
El aire es hoy más frío, más desabrido y triste,
y una duda de plomo pesando, inmensa, en mi corazón...
Antonio Mora
Aforismos Sensacionistas
Sentir es crear.
Sentir es pensar sin ideas, y por eso sentir es comprender, ya que el universo no tiene ideas.
¿Pero que es sentir?
Tener opiniones es no sentir.
Todas nuestras opiniones son de los otros.
Pensar es querer transmitir a los otros aquello que se cree que se siente.
Sólo lo que se piensa se puede comunicar a los otros. Lo que se siente no se puede comunicar. Sólo se puede comunicar el valor de lo que se siente. No que el lector sienta una pena común (?) basta que sienta de la misma manera.
El sentimiento abre las puertas de la prisión con las que el pensamiento cierra el alma.
La lucidez sólo debe llegar al portal del alma. En las propias antecámaras del sentimiento está prohibido ser explícito.
Sentir es comprender. Pensar es equivocarse. Comprender lo que otra persona piensa es disentir con ella. Comprender lo que otra persona
siente es ser ella. Ser otra persona es de una gran utilidad metafísica. Dios es toda la gente.
Ver, oír, oler, gustar, palpar son los únicos mandamientos de la ley de Dios. Los sentidos
son divinos porque son nuestra relación con el Universo, y nuestra relación con el universo es Dios.
(…)
Actuar es descreer. Pensar es equivocarse. Sólo sentir es creencia y verdad. Nada existe fuera de nuestras sensaciones. Por eso actuar es traicionar nuestro pensamiento.
(…)
No hay criterio de verdad sino no concordar consigo mismo. El universo no concuerda consigo mismo, porque pasa. La vida no concuerda consigo misma, porque muere. La paradoja es la formula típica de la naturaleza. Por eso toda verdad tiene una forma (?) paradojal.
(…)
Afirmar es engañarse.Pensar es limitar. Inteligir es excluir. Hace mucho que es bueno pensar, porque hace mucho que es bueno limitar y excluir.
(…)
Sustitúyete siempre. Tú no eres bastante para ti. Debes estar siempre desprevenido (?) de ti mismo.Sucédete delante de ti. Que tus sensaciones sean meras eventualidades, aventuras que te suceden. Debes ser un universo sin leyes para poder ser superior.Son estos los principios esenciales del Sensacionismo
(…)
Haz de tu alma una metafísica, una ética y una estética.Sustituye a Dios indecorosamente. Es la única actitud realmente religiosa. (Dios está en todas partes excepto en sí mismo)Haz de tu ser una religión ateísta; de tus sensaciones un rito y un culto
(…)
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