La identidad del arte
- Fernando Vega
- Aug 8, 2024
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¿Cuál debería ser el propósito para repensar y reflexionar la identidad del arte?, ¿para qué? ¿Cuál debería ser su sentido y por ello su consecuencia?
La banalidad del presente de a pocos nos va dejando un mundo cada vez más devastado. El desierto avanza en forma de trivialidad; poco a poco va ocupando con su ansia bobalicona el espacio sagrado, esencial y profundo de la vida humana. Las expresiones de nuestro mundo son en su carácter de masividad y de pluralidad homogeneizada, uno y el mismo relato: asimilable, fácil: edulcorado. Ecos y reflejos de lo mismo: nuestro enamoramiento narcisista alimentado por el culto a la personalidad: a la máscara. Tras la máscara todos iguales: vacíos, ajenos, impropios.
La engañosa hiperrelativización de la vida personalizable: la de los maquillajes, los accesorios, las modas, las tribus urbanas, los dispositivos y las indumentarias nos ha condenado a un vacío espiritual; a la diferencia de lo mismo; a un mundo soportado por una serie finita de reiteraciones y elecciones dentro de los límites de lo mismo.
El desierto somos nosotros; lo que tocamos, lo que está a nuestro alcance. Aquello que nos une es nuestra anhelada autodestrucción y adictiva autoaniquilación en una imagen; nuestros espectáculos e ideales son el reflejo de la nada que ahora nos habita.
Antígona da sepultura simbólica al cuerpo de su hermano Polinices
Francia / 1835–98
En nuestra vana identidad sin terruño, el arte sufre iluso ante la necesidad de espectáculo y superflua condescendencia con el lugar común. El arte no se atreve ya a cuestionar ni a trasgredir los límites de lo establecido, de lo comúnmente acordado por una saciedad devorada por el autoconsumo.
Si Byung-Chul Han está en lo cierto, al largo periodo de adoctrinamiento disciplinar basado en el adoctrinamiento y la vigilancia [analizadas por Foucault] le siguió un presente disciplinado y en plenitud, convencido de los valores de la productividad y el rendimiento. El triunfo final de la ideología capitalista ha sido transformarse en un dogma; en una religiosidad secular fundada en la imagen, la apariencia de control y de una sana competitividad positiva. Abolición de lo diferente en el estereotipo, en lo trivial y lo anecdótico; en lo pasajero e imperdurable. Solo una cosa es eterna y verdadera: la solemne materialidad de lo cuantificable; los seres del planeta reducidos a estadísticas y potencialidades; lo vivo va desaparecido bajo el peso de nuestro gris desierto; abierto yace el presente entre la ruina y la ceniza; todo parece destinado a la obsolescencia.
La realización del plan modernizador solo puede solventarse en la abolición de la diferencia, de la alteridad: de lo Otro. Esas dos vertientes en apariencia enemigas: la comunista y la capitalista son esa serpiente que se muerde la cola; serpiente de dos cabezas: un solo cuerpo y una sola carne.
Ambas parten del mismo principio racional cientificista [objetivador] que asume lo humano y su sociedad como un aparato, como una máquina metodológica dirigida sin sobresaltos hacia la perfección. Ambos discursos temen y buscan cancelar aquello que les es diferente y ajeno: el comunismo en la abolición de toda diferencia subjetiva, mientras el capitalismo saca provecho de una aparente libertad infinita del sujeto para disfrazarse y decorarse a sí mismo como diferencia; la libertad en occidente se basa en hacer de la imagen hacia los demás, de la exterioridad, fuente y fundamento del ser. El individuo en ambas caras de lo mismo queda atrapado y condenado a transformarse en servidor de las utopías y los sueños aberrantes de la ideología hiperburguesa. Al triunfo aparente del capitalismo siguió un proceso ya no de adoctrinamiento sino de automatismo en la realización y el cumplimiento. El consumismo remplaza la fe religiosa basada en la espera por una inmediatez autómata fundada en el cumplimiento de deseo; todo es consumible y, por lo tanto, todo parece posible. Aquellos que no se realizan en lo económico es porque parecen no soñar en grande.
La identidad del arte ha sufrido terribles transformaciones a lo largo de los últimos 60 años. Desde su surgimiento en el Renacimiento del cuattrocento hasta su declive en los años 50 el arte moderno transitó entre dos formas continuas más o menos uniformes:
Una estética de lo bello; desde el Renacimiento hasta finales del siglo XIX
Una estética de las formas; desde finales del siglo XIX a mediados del siglo XX
El tránsito de lo bello hacia lo formal persigue una mayor coincidencia de los nuevos conceptos estéticos con la identidad misma del Arte moderno como fundamento de todo arte. En un mundo europocentralizado, la invención del concepto de Arte corresponde a la metrópoli, a la Europa racional y triunfante. Al proceso Ilustrado del siglo XVIII le vino del cielo la misión de guiar el espíritu humano hacia lo mejor haciendo uso de la óptima de las herramientas: la Razón. Es la Razón la que debería guiar por el camino correcto a los hombres y las mujeres.
Lo moderno intenta garantizar así no solo la autonomía del pensamiento individual de los hombres y las mujeres sino la autonomía de sus actividades, el mundo se diversifica en pequeñas parcelas de conocimiento: nacen las ciencias puras y las ciencias humanas; la física, la química, las ingenierías y más tarde, la antropología, la sociología, la arqueología, etcétera.
La construcción de la identidad del Arte queda pues a cargo del mundo del arte mismo; de los historiadores del arte, los teóricos y críticos del arte tanto como de los artistas mismos. De un arte basado en lo bello se transita hacia una consigna más general fundada en el concepto mismo de Arte: hacia una estética fundada en el concepto racionalizado de Arte por el Arte.
El arte transformado en constructo intelectual explota las posibilidades de lo conceptual hecho forma; surge el concepto de arte plástico como territorio de las posibilidades intelectuales manifiestas en la materia en cuanto modalidad del gozo estético.
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